Decía mi suegra, “Papelito habla”. Y hoy, con una firma avalando mi palabra, se oficializó la adopción.
Muchas cosas están implícitas en esa aceptación. Como no saber aún si físicamente tendrá una recuperación total de sus heridas. Incluso hasta pueda mostrar alguna forma distinta al andar. También viene incluido un pasado desconocido. Su origen y sus experiencias de vida marcan sus reacciones y sus emociones, algunas no tan predecibles.
A diferencia de quienes conocemos su genética, en este caso llega con su propio bagaje. Y, lo más extraño, es que la elección no ha tenido su razón por su apariencia.
Ahora, es parte de nuestra familia.
Confieso, antes de tomar la decisión, revisé el futuro. Nuevos límites a mi libertad serían fincados considerando sus necesidades. Con su inclusión al seno familiar, el resto de los miembros tendrían que comprender que llegaba con los mismos derechos que los demás. Que su lugar, de reciente creación, no era un extra sino uno legítimo y único. Todos, a su forma y tiempo, tendrían la tarea de aprender a amar a este pequeñito. Y, recordando los antiguos romanos, sabía que la opción de “devolverlo” no tenía cabida. La decisión, entonces, debía ser pensada y repensada.
El pensamiento que favoreció la decisión fue simple pero decisivo: No todas las decisiones deben ser mi bienestar y el recibir. Y vino a mi mente algo que Jesús dijo: “Porque es más bendecido aquel que da, que el que recibe”.
Así, convencida, envié la solicitud adopción, consciente de todo lo que venía detrás. Y, ayer 13 de septiembre, recibí el documento oficial que me otorga el nuevo rol.
Tlacoyo Ariel Volador, bienvenido a este hogar, pequeño. Bienvenidas tus heridas y tu mestizaje. Bienvenidos tus miedos, temperamento y pasado. Bienvenida la bendición, que sé, traes debajo de esa piel que se recupera día a día, esas patitas fracturadas y tus orejas gachas.
¡Bienvenido a casa!
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