Hace cuarenta y cinco minutos ocurrió algo que me hizo pensar que, en estos tiempos modernos, los samaritanos modernos circulan entre nosotros.
Después de dos horas de tráfico para salir de la ciudad, ¡lo logramos sin perder el buen humor! El paisaje verde en las laderas matizado por un sol generoso acompañaba la conversación animada entre mi esposo y yo. El recorrer carreteras es un gusto que ambos disfrutamos.
Nuevamente la congestión por la multitud de vehículos esperando su oportunidad para pasar la caseta de cobro nos obligó a bajar la velocidad hasta, prácticamente, quedar detenidos.
Más conversación y música en el interior de nuestro auto. Cambio de velocidad y ¡fum! El ronroneó del motor cesó. Un primer intento para reiniciarla, fallido. Un segundo raspar de la marcha y ¡nada!
Miro por la venta y los ojos de los conductores de los autos a los que ahora retrasábamos nos fulminan. Veo por el retrovisor y la imagen de una camioneta blanca haciendo el intento de pasar desde el carril de baja hasta donde nosotros seguíamos parados, obstruyendo la vía, aparece.
Sonriendo, un ángel en camiseta azul corre hasta el motor de nuestro auto y, mientras mi esposo intenta ponerlo en marcha, maniobra con algo en su interior logra que arranque. ¡Qué alivio!
Acompañado de malas palabras desde otros autos y miradas reclamando, el ángel azulado corrió de vuelta a su camioneta. Y, al iniciar el avance, ¡zaz! Muerte súbita y definitiva. El tono de piel de mi marido sube a color solferino y, con los hombros levantados, buscamos mentalmente un plan B.
Vuelvo a mirar por la ventana. Esta vez el ángel viene en camisa arremangada color rosa. Y, sin mucho preámbulo, ofrece una grúa a la que puede contactar de inmediato ya que es funcionario de CAPUFE, empresa encargada del servicio de carreteras.
Esta vez alcanzamos a preguntar su nombre: Eduardo.
¿Por qué, aquel solícito joven, había salido de la camioneta que conducía y que lo esperaba 100 metros más delante de donde seguíamos estancados? La tentación de pensar que, al ser parte de la organización, se sintiera obligado a prestarnos ayuda quedó declinada al tratar de imaginar a un empleado de la empresa de llantas bajándose para ayudarme a cambiar una llanta ponchada. ¡No, no era esa la razón! Y, ¿Qué decir de mis amigos de la red social traduciendo y ayudando a distancia? ¡Más ayudas! ¡Más samaritanos dispuestos!
Mi respuesta, mientras escribo esto y esperamos pacientemente por la grúa, tiene dos partes:
Dios, dueño de nuestro tiempo y destino, decidió dilatar nuestro tránsito para evitarnos algún verdadero contratiempo y, segundo, él sigue usando a los “samaritanos” modernos para hacer el bien al caído en los caminos. ¿Por qué? Porque siempre habrá corazones buenos dispuestos a ayudarle en Sus Planes.
¡Gracias, Señor Dios! ¡Gracias por tus ángeles samaritanos y por Tu permanente compañía! (Sin edición desde la orilla de una carretera)
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