Recostada –intentando que nada me distraiga–, medito y pienso hasta encontrar una respuesta que se acerque a algo que me deje, si no convencida, más tranquila.
¿Por qué observo en la puerta de tantas vidas el mismo letrero de “No molestar”?
Los padres que, antes de escuchar quejas o recomendaciones de la maestra de sus hijos, cuelgan el mensaje impidiendo que la opinión de aquella extraña les cambie de la conclusión de que él –su niño–, es perfecto y que ellos han hecho un buen trabajo.
Entre esposos, ¿dónde quedó el amor que también confronta? Antes de llegar a tal extremo, discuten defensivos para, al final, mejor salir de la relación sin retirar el mensaje que les sirve de barrera: “¡NO MOLESTAR”!
Y, ¿los amigos? ¿Será que ya no existe el valor entre ellos para tomar la cabeza del otro y orientarla para obligarlo a mirar hacia el camino correcto? En vez de eso –aunque se llaman entrañables– cuelgan su el letrero que recuerde que sólo los cariños de apoyo en la espalda son bienvenidos.
Ni hablar de los hermanos que –de niños– se atrevían a molestar al hermano para que hiciera la tarea o no mintiera. Eso, cuando adultos, parece estar prohibido y quien traspasa el límite del anuncio de “No molestar” corre el riesgo de ser arrumbado en el ostracismo y convertirse en el hermano incómodo.
¿Qué tal el caso de los padres de hijos adultos? En la exigencia de "respeto" son dejados fuera de la vida de sus hijos y deben atragantarse el consejo y el reclamo mientras los observan correr a la destrucción de sus relaciones y de sus vidas. ¡Experiencia tirada a la basura!
Llego a la conclusión de que la confrontación y la corrección son regalos pocas veces apreciados cuando se entregan. Las más de las veces, nos damos la vuelta recibiendo un descolón, un “No molestar” con letras aún más grandes.
Y recuerdo a Pepe Grillo –aquella conciencia asignada por el hada azul a Pinocho– que de vivir en nuestra época, estoy segura, sería un consejero desempleado y mal querido.
A mis cincuenta y uno, ¡vaya que si soy afortunada! Casi una pieza de museo pues –gracias a Dios–, de mis amigos, alguno que otro hermano, de mis padres, mi esposo y hasta mis hijos, de vez en cuando recibo su regalo de “confrontación”.
No hay duda, ¡que amada soy!
No hay duda, ¡que amada soy!
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