Apenas hace cinco minutos que di el “click” que echó a volar mi última entrada en el blog titulado “Mal y de malas”. Y ¡ya estoy feliz!
La historia es simple.
Cuando estoy de malas suelo tener malos modos, es decir, hago las cosas pero con movimientos bruscos. Así que al ir a conectar uno de los teléfonos a punto de descargarse, ¡pum! Tiré el que estaba conectado, o al menos eso intuí, cuando escuché el golpe macizo sobre la duela y ya no estaba sobre el porta celulares.
Mi primera intención fue asumir que era el iPhone y mi segunda, ¡que no estaba de humor para ponerme a buscarlo! Ya que a primera vista no logré ubicarlo.
Volví a la computadora decida a continuar mi proyecto pero, recordando mi falta de memoria de los últimos días, cambié de opinión y me propuse resolver la incógnita del objeto caído, aparentemente, detrás del mueble.
Para obviarme trabajo y aprovechando que el celular estaba totalmente cargado de batería, marqué y esperé para ubicar el origen del timbre. Efectivamente, lo que azotó, fue el celular, concluí. Al mandar la llamada al buzón de mensajes perdí la pista sonora y no tuve más remedio que ponerme de rodillas para localizarlo en el área probable. ¡Nada! Fuera de empolvarme las rodillas porque, ¿mencioné que una de las razones de mi fastidio es que no tengo agua en casa? Y, obviamente, no se hizo la limpieza.
Habiendo llegado tan lejos en mi esfuerzo (porque es un gran esfuerzo, considerando mi mal humor), continué con mi búsqueda. . . ¡Nada! ¡El teléfono parecía haber desaparecido!
Sumando mal humor, al acumulado por las últimas diez horas, comencé a jalar el mueble y nada que aparecía el aparato. Polvo y pelusas fueron todo mi hallazgo hasta que. . . ¡Apareció mi anillo!
Sí, mi anillo de matrimonio extraviado por varias semanas y recientemente declarado como “oficialmente perdido y para siempre”, echó un destello a través de una voluta de pelusita blanca. Y, jalando un poco más el tocador, apareció el afortunado teléfono junto con el alhajero con una pulsera, también regalo de mi esposo y un arete (el otro, por el momento y hasta nuevo aviso, sigue perdido).
Así que, hoy me alegro, me alegro muchísimo de haber estado de tan mal humor. De no haber sido así, seguramente viviría el resto de mi vida preguntándome "¿dónde habré podido perder mi anillo de bodas?".
A mis cincuenta y uno, por más bipolar que pueda parecer, estar enojada y pasar a un estado de profundo contento, también es parte de mi forma de vivir.
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