Así inició el maratón.
La boda, además de su elegante sencillez, fue un acontecimiento lleno de alegría y emociones encontradas. Mi discurso, algo estorbado por las lágrimas, me regaló el momento especial e íntimo con mi amiga que tanto anhelaba. Y, tras una comida deliciosa y charla con los amigos, partimos.
Los paisajes de la carretera, a pesar del dolor de espalda por tantas horas en el auto, hicieron los trayectos placenteros y entretuvieron las palomas de mi estómago. Y, a la llegada a la fiesta. . . ¡Qué recibimiento! Aplausos, abrazos y bravos abrieron nuestra entrada a la celebración. Sin saberlo, fuimos parte de una apuesta que anticipaba o descartaba nuestra presencia en la fiesta de cumpleaños. Mi hermano favorito, haciendo alarde de conocerme mejor, fue el ganador pues aseguraba que volvería a tiempo.
Mi mami, con la cara de sorpresa y lágrimas arruinándole el maquillaje, nos abrió los brazos sin ocultar la felicidad por la locura de nuestro regreso. Y saludando a los invitados, uno por uno, agradecimos el recibimiento inesperado.
En ese momento comprendí que, aunque no lo queramos, tenemos un lugar especial en el corazón de mi mami. Y aunque fuéramos más de los que somos, todos y cada uno seguiríamos siendo únicos para ella, porque, aunque los ocho ya somos adultos y con familia, nuestra presencia siempre será necesaria para que ella se goce al estar rodeada de la suya, nosotros, su familia.
La tarde, llena de bullicio, bailes, risas por los improvisados espectáculos de los nietos y bisnietos, presentaciones y cantos, nos dejó a todos con pies doloridos y corazones rebosantes.
Así que, después de más de doce horas y 800 kilómetros de carretera, estoy convencida que, por una sonrisa de mi madre, la ovación de mis hermanos y el gusto de mi amiguita al escuchar mis discurso durante su boda, volvería a correr y perseguir la tan preciada felicidad.
A mis cincuenta y uno, me gustan las fiestas sorpresas, pero más me gusta el sorprendente poder del amor de la familia y los amigos.
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