En el revoltijo que genera el torbellino de la vida, casi siempre, se nos pierden gente, cosas, lugares y recuerdos. Lo que nos es del todo cotidiano, sin que nos demos cuenta, termina apartado o refundido en el cajón del pasado junto con otros tiliches.
Nuestro caleidoscopio configura nuestro presente incluyendo colores, relaciones, gente, trabajo y un tapetillo de realidad nuevo cada día. Pero, de vez en cuando, encontramos una fichita casi incógnita de un tiempo pasado.
¡Qué divertido resulta mirar aquellos tiempos viejos con los ojos un poquito más gastados!
Hoy, en mi segundo receso del día, me di el tiempo de platicar, redescubrir e intercambiar un cachito de mi vida con alguien de mis tiempos adolescentes. Mi “hallazgo” tiene mi misma edad, vivió el capítulo escolar en el mismo colegio y, sí, también tiene una historia personal que contar. Además del placer de las remembranzas, el episodio me hizo pensar, ¿qué hay de aquellas personas que no quieren ser “encontradas”?
Entre las cosas buenas de las redes sociales están los buscadores que nos reconectan con gente del pasado. Y eso trajo a mi memoria algunos nombres que, por su resumen de vida, prefieren esconderse en el olvido pues no tienen, a sus ojos, un presente del cual sentirse satisfechos y orgullosos.
¡Qué trágica conclusión! Si habiendo rebasado la línea imaginaria de la mitad de nuestra vida, estadísticamente hablando, nuestro libro es como un cuaderno en blanco. . . ¡Qué desperdicio ha sido nuestro existir!
Afortunadamente, en mi última experiencia, me topé con una persona contenta con su vida y enamorada de su circunstancia. Pero, fue inevitable, hacer una oración por aquellos coterráneos que viven con las manos vacías.
A mis cincuenta y uno, aún me sorprendo con la variedad y riqueza de las experiencias que he acumulado, muchas de las cuales, confieso, han sido un regalo de Gracia y no mérito mío.
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