Aunque para algunos suene ridículo, confieso que aún me deleito en el romance. Sí. . . a mi edad. Y, por si fuera poco, me declaro soñadora. Todavía encuentro emocionante una noche con vino, velas y música, y aún sueño con ese viaje a Grecia, rentar la casita pequeña y escribir frente al mar Egeo.
Pero, como muchas otras cosas, la sociedad ha distorsionado, los sueños y el romance, al utilizarlos fuera de contexto para justificar su obsesivo reclamo por la libertad, tantas veces, excesiva.
Así he visto jóvenes mujeres que, enredándose en una supuesta bandera del amor, se arrojan al vacío tras un amante y, violentando las reglas sociales, lo viven en lo que alguien bautizó como “amor libre”. Sólo para terminar con hijos sin padre y en el desamparo.
Y los hombres que, volando los vientos de un romance desmedido, se van tras un nuevo amor sin importar dejar esposa e hijos en el abandono. Mas, cuando el aire aquieta, los he mirado solitarios, perdidas familia, esposa y amante.
No puedo olvidar los ojos de frustración de jóvenes que, con el sueño de vencer los cánones escritos, cruzaron la puerta del colegio con el discurso de que “ellos no necesitarán recorrer los caminos trazados de la educación formal para lograr sus sueños” y, alcanzados por la edad adulta, se viven fracasados y con planes malogrados.
¡Cuánta arrogancia encuentro en los romances fuera de lugar! ¡Qué absurdos son los sueños que huyen de la sensatez y la cautela! Y, que tristeza, verlos hechos añicos cuando se estrellan inevitablemente con la realidad y tragando el amargo sabor de las consecuencias.
Si los amantes y los soñadores entendieran que, tejiendo sus sueños y romances entre la malla de las reglas y las normas, lograrían mantenerlos largo tiempo, dejarían de oponerse a las leyes, los principios, y valores que, hasta ahora, han preservado las instituciones y proyectos más valiosos: la familia, la integridad humana y la sociedad.
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