Muchas veces escuché a mi padre decir que, cada uno, es responsable de las decepciones que sufre en las relaciones con la gente. Y sostiene que, el error, comienza cuando colocamos a la gente en una repisa que no le corresponde.
Según su explicación, cada repisa es parte de un escalafón y, cada quien, va colocando a las personas que van llegando a su vida en un nivel de la pirámide en función a sus acciones, valores y principios. La base, mucho más poblada y amplia, es para la gente de la que no se debe esperar una conducta honorable y, los de la punta, los más escasos, aquellos con códigos de conducta moral y lealtad.
Así que, cuando llega la prueba, no esperamos de la gente más que lo que corresponde a la clasificación que hemos hecho de ellos. Eso, a fin de cuentas, nos evita el sentirnos defraudados o engañados ya que, sólo nosotros, somos los responsables de haberlos colocado adecuadamente y no esperar, ni más ni menos, de ellos.
Pensando un momento su teoría, descubro que los padres tenemos una tendencia, motivada por el amor, a dar un lugar muy alto a los hijos y lo hacemos mucho antes de que ellos hayan demostrando su verdadera naturaleza o ganado, por méritos, un lugar cada vez más alto en el escalafón. Y lo mismo sucede con los amantes que, conforme a sus necesidades, acogen al otro exaltando aquello que esperan e, incluso, cayendo en el autoengaño antes de mirarlos a ojos abiertos. Entonces, cuando las máscaras caen, el depositario de sus expectativas se desploma hasta el fondo de la pirámide, estrellando su ilusión con profundo dolor.
¿Qué hacer, entonces? ¿Arrancar de cuajo, como padres, las esperanzas de ver florecer las enseñanzas y esperar a ver los frutos, en los hijos, para acomodarlos en nuestra vida?
En ésta, como en muchas otras preguntas, otra vez, estoy sin respuesta. Tal vez, sea el momento de escuchar el consejo de mi padre. . . ¿Será?
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