El alma, como necedad de lengua, puede martirizarme con su ansia de respuestas hasta que llega una que le de reposo.
Pensando y buscando las opciones sobre la teoría de las repisas y escalafones, tropiezo con un pensamiento contundente. Cuando Dios envió al Salvador, no envió a otro, sino a su hijo. Y, eso, convierte a la relación, padre-hijo, en la más sublime, fuerte y llena de amor, por sobre cualquier otra.
Y mi duda se despeja cuando comprendo que, los hijos, con un derecho inalienable, deben ser colocados en la cumbre de nuestros amores y ser los portadores de nuestras más íntimas esperanzas. Porque, ¿puede alguien vaciar su propia sangre y salir con vida? Así de vitales son los anhelos de los padres, a través de sus hijos.
Alma y corazón, ahora, están de acuerdo.
La conclusión está dada y, con mermadas fuerzas, alargo mi mano para colocarla de vuelta en el escalafón más alto cuando, La Voz, sorda y suave, irrumpe.
-Entrégamela. . .
Trato de ignorar el susurro y vuelvo a la faena de pensar las consecuencias de la reubicación de mis afectos.
-Ella es mía, hija. . .entrégamela.
Las lágrimas afloran y siento mi puño tenso, dolorido de apretar.
-Pero, es mi hija-, le respondo.
-También lo es para mí. . .entrégamela.
“Que difícil es rebatir la Verdad, Señor. Tómala, es tuya más que mía”, confieso, en silencio.
La respuesta a mi pregunta, esta noche, la ha dictado Él.
A los hijos, no se les pone en las repisas ni en un escalafón, sino en las únicas manos a las que realmente pertenecen: las de Dios.
Alma y corazón, al unísono, exhalan un suspiro tibio. Estamos en paz.
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