Durante una inesperada visita a una tienda-galería que descubrimos (y, pronto, volveré a ese tema), mi esposo me escuchó decir, parada frente a un original mueble, -¡Es el mueble perfecto!
Extrañado, se atrevió a preguntar la razón.
El mueble de madera con diez cajones, ¡era piramidal! Y, con su extraña silueta coronada por un ángulo agudo, nadie podría utilizarlo almacenando, por semanas, sus libros, llaves, sobres de correo o cualquier cosa que no tuviera la fortuna de volver a su lugar.
Continuando el recorrido por el paraíso en decoración, pensé en mi declaración y comencé a dudar sobre la perfección de la cajonera. ¿Cuánto podría caber en los cajones superiores y como haría para no doblar las esquinas de los libros o cuadernos que guardara en los inferiores, más grandes? Para cuando volví frente al mueble, mi opinión había cambiado y concluí que, lo que me gustaba de aquella pieza de madera, era su novedosa figura y, más que útil, podría ser uno más de mis caprichos decorativos. Algo que, por cierto, tampoco es nada despreciable.
Mientras caminábamos de vuelta a casa, repasé sobre muchas cosas que, al inicio, pensamos como perfectas y que, en una segunda vista, cambian de clasificación, a veces desilusionándonos.
El hombre perfecto que deja de serlo cuando nos damos cuenta que, en su presupuesto, no ha pensado en un renglón para nuestros pequeños lujos; el viaje perfecto en la playa que incluye mosquitos y ocasionales ratos de mal humor por el sol; o el trabajo perfecto que nos permite utilizar nuestra habilidades pero que también nos deja exhaustos.
Y, como los ejemplos resultaron ser infinitos y ya llegábamos a casa, mejor terminé mi reflexión con una conclusión: ¡La perfección no existe!
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