Después de casi un mes de constante compañía, ayer iniciaron los tiempos de ausencia. Mi esposo, como todos, ha vuelto a las actividades regulares y yo, por la circunstancia, continúo repartiendo mi vida entre mi hogar permanente y el temporal.
Al igual que las rutinas alimenticias fueron alteradas por las vacaciones, nosotros disfrutamos de casi cuatro semanas de un ir y venir juntos delicioso, ajenos a la agenda y la rutina. Pero el nuevo año nos alcanzó y con él, los ayunos de presencia.
Aun así, a diferencia de esas veces en que, tras su partida, me sentí sola y algo extraviada, ahora estoy convirtiendo su ausencia en un tiempo de nutrición.
Con una generosa lista de proyectos, el tiempo del que dispondré, por los siguientes días parece insuficiente. El inicio de algunos planes, contra el pronóstico de tristeza por la soledad, ha resultado excitante y lleno de adrenalina.
Reconozco que soy algo adicta a los “comienzos” pero, esta vez, puedo reconocer que todo mi ser grita de contento al verse nutrido de ideas, propósitos, aspiraciones y trabajos por hacer. El largo ayuno en el que vivió el año pasado, parece ser, lo dejó tan ávido de alimento intelectual y espiritual que, irremediablemente, está gozando de la libertad de vivir un poco para sí.
Sí, la presencia de mi compañero sigue siendo un gran placer pero, por unos días, disfrutaré del “me-mi-me-conmigo” sin remordimientos.
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