¿Cuál es tu cuento favorito?, leí y el cursor, como dedo impaciente golpeteando, esperaba mi respuesta. -La escalera-, respondí con prisa, sólo para ver aparecer el título de un cuento, el favorito de aquel, al otro lado de la pantalla.
Con curiosidad de gato busqué el texto en internet y, minutos después, enfundada en mi cama solitaria, leí: “Viaje a la semilla. Cuento. Alejo Carpentier”.
Como quien toca una interminable secuencia de notas de cuatro tiempos, ensartadas por el arco de múltiples ligaduras, los trece capítulos de la obra completa fueron devorados por mis ojos. Renglón por renglón, casi sin respirar, arrastrada a una involución constante, con lógica irracional y ritmo de palpitar de corazones reposados, el cuento me engulló.
Pero, algo más que el aliento, me robó este cuento. Con sus palabras en desuso y sus frases infestadas de originalidad, me hizo descubrir la pobreza de nuestras generaciones. ¿Podrían, los jóvenes de ahora, repasar esas líneas sin tener que correr al diccionario para comprenderlas?
Entonces recordé los mensajes que, como una plaga, llenan los portales de las redes sociales y las pantallas de teléfonos móviles y, con tristeza, pude ver que nuestro lenguaje español, tan jugoso y florido, ha quedado reducido a unas cuantas palabras, que de paso, leemos mal escritas. La manía de la síntesis obligada por las prisas o, porqué no denunciarlo, por la pereza e ignorancia de quienes las escriben, están mermando nuestro idioma.
¡Qué coincidencia! Nuestra lengua, al igual que el cuento, parece estar volviendo a sus primeros tiempos, sus orígenes precarios y escuetos, tan pobres, como la capacidad lingüística de nuestros jóvenes.
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