En un corto crucero a orillas del Mar del Plata, en Argentina, vi ante mis ojos aparecer la casa de mis sueños.
De una sola planta, techos de alturas alternadas recubiertos con madera, muros de tono color crema, ventanas estilo “bay view” con su cuadrícula en frente y laterales sesgados, un jardín discreto al frente y, tras un ventanal transparente de piso a techo, la habitación con un escritorio mirando al mar. Entonces tenía yo. . . 37 años.
A esa edad y en ese momento, nada me habría hecho dudar de comprar esa casa. Mis gustos, mis necesidades y mis anhelos eran suficientemente claros o. . . al menos eso creía entonces.
Ahora tengo 51 años y, paradójicamente, vivo en la casa en la que me gustaría pasar el resto de mi vida: la Toscana.
Aunque está en una sola planta, la distribución es resultado de las necesidades que, a lo largo de más cien años, fueron teniendo sus habitantes. Carece de planos o estructuras planeadas y sus muros, formados con piedras amalgamadas con adobe, tienen más de medio metro de grosor. Sus ventanas, cuadrículas de madera de dos hojas, son pequeñas y permiten entrar el sol con discreción para no perturbar la penumbra interior. La Toscana no tiene vista al mar, ni siquiera a la calle pues está resguardada por altos muros que la convierten en una perla dentro de su concha.
Y, si aún tuviera algo de duda sobre lo opuesta que es la Toscana de la “casa de mis sueños”, basta con describir el rincón en donde invierto mi inspiración para convertirla en letras. Ese, mi espacio más personal, es la habitación más pequeña de la casa. Las paredes irregulares blancas, coronadas por una cúpula entretejida con ladrillos y un tragaluz, sólo resguardan dos muebles: un “secretaire” frente al muro, la única vista que tengo al escribir y un sillón alargado, de lectura.
Así que, las imágenes que describo en mis relatos, no surgen del reflejo plateado sobre el agua, ni del verde vivo de un jardín, sino del blanco reflejo del estuco que tapiza las centenarias piedras.
¿Y a que viene todo este cuento? A la certeza de que nunca podemos asegurar que sabemos, a ciencia cierta, lo que realmente queremos y, menos, lo que necesitamos.
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