Después de una noche, de las más oscuras sin luna, abrí los ojos para verla aparecer.
Cubierta con los andrajos de ilusiones tercas y desprovista de los anhelos con la que intenté, por largo tiempo, recubrirla, la expectativa, fría y muerta, se presentó ante mí. En las hebras de esperanza que colgaban de sus hombros, pude reconocer fragmentos de las bellezas con las que quise verla tanto tiempo. Pero, ya sin nada para cubrirla, mis ojos tuvieron que reconocer que, aquello, no era más que algo muerto.
Con tan cruel revelación, lloré y lloré. Mi corazón, en un último intento, trató de convencerme de que aún podía revivirla. Pero la imagen fue tan convincente: ni un mínimo fragmento de mi expectativa se movía.
¡Está muerta! ¡Está muerta!, le grité a mi corazón, más de una vez. Y, avergonzado, dejó de insistir y me observó callado.
Entonces pude ver mis afanes, todos inútiles, tratando de hacerla parecer real y palpitante. Con hilos la moví por largo tiempo y, hasta yo misma, llegué a creer que ella solita existía. La levanté erguida, la senté paciente, la llevé y la traje pero, ahora me doy cuenta, que no había nada dentro de ella que continuara su existencia.
Así, con un poco de sabiduría, digo frente a la tumba de aquello que esperaba: Requiescat in pace, descansa en paz y hasta nunca. Arranco de mi piel las vestiduras negras y doy la espalda al largo luto.
Con huesos doloridos, miro el amanecer. Es domingo, el día cuando la más notable resurrección ocurrió y, con sorpresa descubro, que mi libertad ha resucitado. Aunque el cansancio aún me agobia, me siento libre y ligera. ¡No más cargar con expectativas muertas e inútiles! ¡No más esperar lo que no es, que no será y que no llegó!
Que los muertos entierren a los muertos que, yo. . . aún estoy viva.
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