El hombre del que hablo, no tiene un capital líquido en abundancia pero, si alguien pregunta por él, recibirá una respuesta casi idéntica: es un hombre de honor.
Sí, él no usará la mentira como salida cuando la situación lo apremie o quiera sortear la consecuencia de sus actos. Tampoco mentirá para mejorar su imagen o conseguir sus objetivos. La verdad, en toda circunstancia, es su arma para enfrentarlo todo.
Las madrugadas y las noches se convierten en sus aliadas si, el tiempo, es necesario para cumplir con sus promesas y sus prioridades. El descanso profundo no entra en el programa si de servir a su familia se trata.
No atesora recursos para satisfacer sus necesidades y, siempre, antepone las de los suyos para vivir en paz.
Jamás hace cimiento sobre lo ajeno y lo único que espera es una retribución justa para todos.
Su honor y sus valores son su código de vida y, por vivir a su capricho o conveniencia, no los sacrifica ni los olvida. Paga el precio por resguardarlos, a veces, con el rechazo de quien más deberían amarlo. Levanta su voz para señalar lo que sabe que está mal aunque el respeto se diluya en la respuesta de quien lo escucha.
El trabajo honesto es su fórmula de vida y la única opción para proveer a los suyos. Los socios, quienes quieran que sean, tendrán su máximo esfuerzo y una lealtad llena de honestidad, siempre. Y, sus amigos, encontrarán en su abrazo la aceptación y apoyo incondicional.
Este hombre, tal vez, no tenga el dinero que lo haría llamarse “rico” pero, más valioso que lo material, son sus activos: sus valores, su honorabilidad, su rectitud y su lealtad.
Él es un ser humano valioso entre los más valiosos y, yo, la más afortunada al tenerlo por esposo.
Tal vez, después de leerme, deberíamos preguntarnos: ¿Cuáles son tus activos?
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