Aunque las noticias de Japón no han dejado de circular, una idea ha quedado rondando en mi mente desde que el terremoto, las crisis nucleares y el tsunami cimbrara al país asiático. Ni toda su tecnología, ni su poderosa economía, ni el orgullo ancestral de su cultura los ha podido poner a salvo del azote de los embates de la naturaleza. Y, pasada la gran tragedia, es que los hemos visto surgir con noticias de empresas que, en ejemplos de altruismo, aportan ayuda a los más dañados. También leemos historias de héroes improvisados y hasta relatos de animales que por sus ejemplos de sacrificio y nobleza nos llaman la atención.
Pero, ¿cuál es la enseñanza del triste episodio? ¿Qué nos puede recordar a la raza humana el evento en el Japón?
Para mí, tal vez, lo más importante es que nos trae un pequeña dosis de humillación. Sí, una palabra que nadie quiere ver aplicada en su vida, siempre anhelante de honra y éxito. Pero, es innegable que la humillación nos devuelve a una perspectiva de vulnerabilidad sana y nos debrida las falsas ideas de derechos exigibles por el simple hecho de “ser”. Nos vuelve permeables a la idea de la gracia, nos permite reconocer nuestra necesidad de protección y abre un nuevo espacio para la gratitud.
La lección de la humillación es dolorosa, lo sé, pero el fruto de la humildad es jugoso y refrescante. Recolorea nuestra cotidianeidad y nos devuelve a nuestra entidad original de seres humanos frágiles. Nos recuerda que el creernos pequeños dioses es sólo nuestra fantasía egóica.
A los cincuenta, aún puedo sentir como, cíclicamente, lucho contra la maleza del orgullo y la mentira de la omnipotencia que trata de crecer en mí.
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