¿Cuándo fue la última ocasión que sentiste ganas de darle con un puño a tu interlocutor? Aunque no es la primera ocasión, confieso que no puedo recordar la última vez que mi primera reacción ante lo que pretendían ser palabras de aliento, se convirtieron en un detonante de mi indignación.
“¿Por qué no pones en el otro lado de la balanza todo aquello que tienes bueno?”, sugirió la persona y, antes de que iniciara el listado de ejemplos, cada parte de mí se rebeló a escucharla. Tras una respiración profunda, finalmente, respondí lo que más que una justificación, era un reclamo a mi derecho de hablar de lo que sentía, de lo que mi cuerpo estaba viviendo, de lo que mi corazón cargaba después de una semana de intensa prueba espiritual, emocional y física.
Y mi mente cuestionó el derecho de aquella persona a sugerir lo que, a su entender, debía depositar en el otro platillo de la balanza para compensar mi fatiga y mi dolor.
¿Acaso había pasado las noches en el hospital aguardando las noticias que comprometían la vida y la salud de mi hija? ¿Dónde estaba él cuando nos anunciaron que podía quedar paralítica o con daño permanente que le impediría seguir con una vida normal? ¿Vio el sufrimiento intenso y los dolores de mi hija en el trayecto en la ambulancia? ¿O sintió como la confusión nos paralizó cuando las crisis recurrentes la asaltaron? ¿Supo de la impotencia de ver el tiempo correr y no tener más opción que esperar para que una operación terminara de revelar el daño en la columna que mi hija sufría? ¿Sintió la frustración de no saber cuál diagnóstico escuchar y ver que ella se consumía en los dolores?
No recuerdo haberlo visto en todos esos días junto a nosotros y ahora, sólo escuchaba un consejo que ignoraba lo que había llenado mi vida en los últimos días.
A mis cincuenta, reclamo mi derecho a hablar de lo que siento, de mi cansancio, de mi dolor, de mis miedos aunque, quienes no han compartido ni llevado mis cargas, quieran convencerme de ignorarlos.
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