Escribo cuando la realidad es tan intensa que necesito desglosarla para entenderla.
Escribo cuando tengo ganas de mentir e invento un cuento.
Escribo cuando mi mundo necesita suavizante para hacerlo aceptable.
Escribo cuando quiero gritar y he perdido la esperanza de ser escuchada.
Escribo cuando decido callar y tener limpia la conciencia.
Escribo cuando el llanto es tanto y porque no arruina el maquillaje ni marca arrugas.
Escribo cuando la felicidad es abundante y para guardar un poco para el tiempo de escasez.
Escribo cuando recuerdo y cuando quiero olvidar.
Escribo para confesar y para reclamar.
Escribo por jugar a conjugar mi vida en el papel.
Escribo cuando entiendo o cuando el “sin sentido” me confunde.
Escribo cuando anhelo el abrazo del ausente que me ha olvidado en el ayer.
Escribo cuando la cordura y la paz me visitan, registrando sus palabras para cuando las necesite.
Escribo cuando la locura me asalta y quiero saborearla.
Escribo cuando siento que me pierdo y, como panecillos en el camino, dejo mi rastro por si me buscan y sepan donde encontrarme.
A los cincuenta, escribo porque el río va y el viento viene, porque, de no hacerlo, mi mundo se detiene hasta esfumarse.
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