La habitación oscura nos cobija. A mi hija recostada en la cama del hospital y a mí sentada a su lado. Memorias de nuestros años juntas vuelan en el silencio y su carita, finalmente en paz por los medicamentos, me recuerda los largos momentos en que la contemplé dormida entre los barrotes de su cunita de latón. ¿Cómo haré para ser la mejor madre?, me preguntaba una y otra vez, cuando apenas contaba 22 años.
Desde entonces, no hubo libro ni instructivo que me revelara el secreto y sólo, por instinto, atendí la guía de mi corazón de madre. Y, aun así, también fallé y me equivoqué. Pero, algo ha permanecido desde entonces además de mi amor: mi implacable deseo de protegerla y de cuidarla.
Esta noche, la incertidumbre del mañana nos acecha y mi necesidad de cubrirla bajo mis alas resurge con más fuerza, pero, por más que las extiendo ya no puedo cobijarla, o. . . tal vez nunca he podido.
Hoy, me doy cuenta de que toda esa idea de protección, desde siempre, ha sido una ilusión, mi fantasía. Su vida, desde que existe, no ha estado realmente entre mis manos. Su bienestar no han sido mis mimos ni cuidados, sino los de alguien más, el de Aquel que vive en lo más alto.
Ahora, a los cincuenta, abro mis manos y dejo que se vaya la quimera del poder de mi protección y, reconozco, que sólo me toca esperar en la esperanza de Quién sí puede cuidar, proteger y sanar a mi pequeña. . . Dios.
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