El hijo mayor, apenas un adolescente, buscó la manera de tener algo de dinero para sus gastos y apoyar de esa forma a la familia. Después de ser un joven mimado por sus padres, la circunstancia y el deseo de aportar algo, lo llevaron a trabajar vendiendo ropa los fines de semana en un mercado rodante y experimento, por vez primera, dolor de pies y la fatiga del trabajo intenso. Las labores domésticas, antes atendidas por una empleada, se convirtieron en el proyecto común y toda la dinámica familiar se transformó al punto de que una salida, juntos, al cine se convirtió en toda una celebración.
La pobreza y la austeridad llevaron a la vida de esa familia nuevos valores de solidaridad, principios de gratitud y renovaron sus prioridades.
“Fue duro, muy duro pero, todo este tiempo, ha sido una bendición y un gran aprendizaje”, nos decían, mientras aún corrían lágrimas sobre sus mejillas al recordar.
La confesión me hizo pensar que, el dolor y la aflicción, son bendiciones desdeñadas a pesar de que son las experiencias de vida más cargadas de aprendizaje. Poca gente he conocido que les den la bienvenida cuando tocan a su puerta y, veo con más frecuencia, que muchos ponemos cadenas y candados para evitar que lleguen a importunar nuestro mundo ideal.
A los cincuenta, aún lucho por aceptar la llegada del dolor con buen ánimo aunque, ahora, trato de aceptarlo con la certeza de que. . . ¡aún tengo mucho que crecer y aprender!
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