Escuchar de mi hija dos síntomas que, juntos, podían anunciar una recaída, lograron desestabilizar el frágil equilibrio emocional con el que ahora funciono. A pesar del cansancio, la cama se convirtió en avispero que me echó a circular antes del amanecer. Y, la incertidumbre y el temor, detonaron el mecanismo de defensa más frecuentemente usado por mí frente a las crisis: la hiper actividad.
El jardín y plantas regadas, perros desayunados y Lorenzo medicado, recámara levantada, patio y perrera limpios, toda la casa barrida y trapeada, los nietos en el colegio, alacena en orden, pendientes de la oficina solventados, correos atrasados contestados, camioneta con gasolina y todo, antes de las diez y media de la mañana.
Obviamente, el cuerpo ha reclamado por el exceso y, ante la decisión sobre el uso de la energía restante, estoy ante una nueva disyuntiva: ¿Me baño y desayuno o desayuno frente a la ventana soleada y escribo? La duda queda despejada pues estoy escribiendo estas líneas.
La nube de temor se despeja al ver el rostro de mi hija y escucharla responderme: “Bien, mom”. El dolor de cabeza ha desaparecido y ha pasado una buena noche. ¡Gracias, Dios mío!
A los cincuenta, también se pueden tener cien años en el alma cuando ha pasado la tormenta y, con el teclado frente a mi y cereal, café y jugo a un lado, comprendo que HOY debo tratarme con gracia.
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