La hermosa bestia yace en el pequeño cuarto desde hace varios días después de la emergencia en donde el veterinario me advertía que, de no atenderlo en las siguientes dos horas, seguramente moriría. Lorenzo, con un cuidado linaje registrado por generaciones, ahora espera tendido el diagnóstico que definirá el curso de su vida y, por momentos, me cuesta asociar lo que ven mis ojos sobre el tapete verde y su imagen en la fotografía de su última exposición.
El dolor le hace silbar en un gemido suave, quieto y mi corazón se inquieta en la impotencia de no poderlo remediar. Y, a pesar de su dolencia, calla su llanto cuando paso la mano sobre su cabeza majestuosa, perfecta.
Si el esperado veredicto llega en la mejor de sus versiones, Lorenzo tendrá que esperar a que el tiempo haga su labor y sus huesos en la cadera retomen el ritmo de crecimiento del resto de su cuerpo. Y, a pesar de ser la mejor noticia, todo implicará una espera acompañada de dolor constante, de confinamiento a un espacio pequeño, de soledad y penoso esfuerzo hasta para poder cumplir sus más básicas necesidades. ¡Qué futuro tan incierto y difícil el de Lorenzo!
Lo observo y reconozco que la naturaleza que Dios le dio incluye algo que a mí me falta: aceptación y paciencia. Pareciera que en su postración, el perro aceptara el sufrimiento con una mansedumbre casi estoica y puedo ver en sus ojos la paciencia en la espera.
Mi pequeña ha sufrido grandes pérdidas, no sólo en su cuerpo sino en sus sueños y mi corazón de madre se desespera por no poder sanarlos, revivirlos para resarcir su vida. Veo a Lorenzo y envidio su sabia resignación y su capacidad para esperar en la mitad del dolor.
A los cincuenta y al final de la tormenta, puedo distinguir la mano de Dios que ha traído un maestro en la forma de un adorable gran danés, Lorenzo, para enseñarme a vivir las pérdidas y el sufrimiento. ¡Aprenderemos, Señor! ¡Aprenderemos, Lorenzo!
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