La tierra recién barbechada en algunos campos y otros, con pequeños brotes verdes sobre los surcos húmedos eran los recuerdos que se habían grabado en mi memoria unas semanas atrás. Esas imágenes captadas en el trayecto hacia San Miguel de Allende trajeron inspiración que después usé en la conferencia de escritores por varios días. Un recorrido que, ahora, volvía a hacer pero, esta vez, sentada en la banca lateral sin respaldo de una ambulancia que trepidaba sin descanso haciendo aún más difícil mantener el equilibrio.
Mis ojos pasaban de la camilla, donde mi hija apretaba ojos y dientes para sofocar el dolor, a la ventana donde el paisaje se desdibujaba por la velocidad y mis lágrimas.
Apenas amanecía y la mezcla entre la penumbra y los rayos tenues del sol se mezclaban en un punto que hacía parecer que un telón se descorría para descubrir los cultivos verde intenso que ya crecían en los mismos campos por los que pasé semanas atrás. El agua, el sol y el tiempo lograban el cambio en aquellos sembradíos. Y el tiempo, también, traía su efecto a mi vida, a nuestra vida.
Una pregunta saltaba una y otra vez al ritmo de la palpitación de mis sienes: ¿Qué hago aquí? ¿Qué hago aquí? Me era difícil rellenar el tiempo entre aquellos paisajes recién barbechados y la loca carrera en la ambulancia. ¿Cómo había ocurrido todo para encontrarme atrapada en una realidad tan angustiante, tan sombría?
Volví los ojos al rostro de mi pequeña y me aferré a una idea: todo había cambiado pero ella seguía ahí, como fuera, pero estaba a mi lado. Cerré los ojos y oré entre los movimientos abruptos de la ambulancia: “No importa lo que pase a mi alrededor, Señor, sólo déjala a mi lado”.
A los cincuenta, reconozco que no he logrado comprender aún la fragilidad de mi existencia, el verdadero estado de vulnerabilidad del ser humano y el vertiginoso efecto del tiempo.
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