Voy descubriendo que tengo la manía de cargar a todo lo que se grato o placentero con pensamientos de eternidad. Sin darme cuenta, comienzo a cerrar los puños para retenerlo y considerarlo mío para siempre. ¡Error! Y muy pronto recibí mensajes para corregirlo a través del relato sobre un amigo de la infancia de mi esposo, quien desde los 34 años, ha ido perdiendo movilidad paulatinamente debido a una enfermedad degenerativa.
A sus 55 años, aunque profesionalmente activo, sólo sale por las noches para evitar los dolores que le provoca el sol y el calor, después de haber sido atleta, alpinista y amante de los deportes al aire libre. Para recorrer una corta distancia, debe esforzarse mucho y aun así, le toma largo tiempo lograrlo.
La posibilidad de perder la Toscana en pocos meses comienza a revelarse bajo una nueva perspectiva. Aunque aún me duele el sólo pensarlo, comienzo a despertar de la falsa idea de permanencia que imprimo a mis momentos felices. Y, gracias a ese dolor, encuentro que mi corazón abre los ojos y empiezo a sentirme más cerca de quienes tienen la experiencia de grandes pérdidas.
En unas horas, repasé muchas vidas. Pensé en el padre que, por más que se esfuerza, no logra imaginar el rostro de su hijo como adulto y que perdió cuando tenía doce años; imaginé a esa amiga que, al mirarse al espejo, sólo ve cicatrices sobre un pecho plano; recordé al niño que, en la oscura sala de su abuela, jugó solitario con su rostro quemado y cubierto por una máscara terapéutica por tres años. Los recuerdos se fueron apilando y la Toscana fue quedando abajo, más abajo en la lista.
A los cincuenta, creo que puedo entender lo que Martin Luther King nos trató de decir con su frase: “Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy incluso, plantaría un árbol”.
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