El paseo en calesa por la costera en el atardecer daba el toque “mágico” a nuestra visita en Acapulco hasta que, un extraño sonido, rompió el encanto. A pocos metros de distancia otra calesa se sacudía violentamente. El esquelético caballo que la jalaba, tras un relinchido y un estertor, daba el último salto antes de caer muerto sobre el pavimento ante los ojos horrorizados de todos los que lo rodeábamos.
Aquel recuerdo me asaltó hoy al despertar y pude sentir el agotamiento del animal que se rendía al cansancio de la exhaustiva rutina diaria. Las palpitaciones a mitad del pecho y el dolor en cada músculo, cada articulación que hoy siento, seguramente, deben haber sido los mismos síntomas que vivió el pobre jamelgo antes de morir.
Aunque mi saldo sigue siendo bueno y sigo pensando que mi vida es una bendición, también puedo reconocer en mi cuerpo y en mi mente los estragos del “demasiado”: demasiada agitación, demasiadas actividades, demasiadas emociones, demasiados dolores, demasiados retos, demasiadas, demasiadas, demasiadas. . .
Hoy, sueño con una jornada en paz. Anhelo la compañía de mis amigas y la posibilidad de una charla o un momento en oración. Mucho bien me haría una velada, dos copas de vino y música viejita con mi amado. O, tal vez, una tarde de cine con una película que me haga llorar penas que no son mías.
Tal vez esté pidiendo de demasiado, sobre todo, estando a la mitad de todo, pero. . . el día de hoy, aunque yo no quiera, mi cuerpo grita: ¡Alto total!
A los cincuenta y uno, necesito escuchar a mi fatiga y bajarme, aunque sea por un solo día, de la vida.
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