La bienvenida a la habitación, aún a oscuras y en mitad de la noche, se dio con el único abrazo capaz de mitigar mis miedos y mis dolores: entre los brazos de mi esposo. Ambos, como siempre, nos repetimos, vez tras vez, que nos amábamos y lloramos de felicidad hasta que la visita del médico nos interrumpió.
-¡Felicidades, papás!- dijo sonriendo, aún con la pijama quirúrgica.
Con una risa algo tonta, agradecimos la felicitación.
-¿Y cuáles son los planes? ¿Quieren más hijos?- preguntó.
Obviamente nos tomó por sorpresa y soltamos la carcajada. Aún no teníamos a nuestro recién nacido en casa y ya quería una respuesta sobre el siguiente.
-No lo creo- contesté, tratando de aplacar mi risa,- si tengo uno cada 8 años, seré abuela de mis hijos.
Los dos varones festejaron mi broma.
-Me alegro de escuchar eso porque, ¡la libramos de milagro!
En un instante enmudecimos.
-Su matriz estaba tan delgada como una tela de cebolla y, si nos tardamos unos minutos más, se desgarra y no quiero decirle lo que les hubiera sucedido a usted y a su bebé.
Una urgencia insoportable me invadió. ¡Quería ver a mi bebé! ¡Necesitaba cargarlo y abrazarlo para protegerlo!
-Pero. . . gracias a Dios, todo está excelente y, si se porta bien, en un par de días se van a su casa- agregó, - y yo, por cierto, ya me voy a la mía. Mi esposa odia que sea ginecólogo. . .
Tomada de la mano de mi esposo, me sumí en el sueño del que desperté pocas horas después. Apurada por arreglarme, pedí que me ayudaran para bañarme y alistarme. ¡No quería que mi bebé me conociera en esas fachas!
Con ansiedad mezclada de emoción recibimos a la enfermera que empujaba una cunita con ruedas y que se acercó para poner al pequeño atado de mantitas en mis brazos.
Mi esposo se acercó y con ojos borrosos de lágrimas, lo miró mientras pasaba su brazo sobre mis hombros. ¡Nuestro hijo era tan bello y perfecto! Mi madre nos miraba conmovida.
Al entrar la primera visita, pedí a mi mamá ayuda para sacar del cajón la cajita con tarjetas de agradecimiento y los chocolates en forma de puro para obsequiar.
-¿Podrías dárselo, Gordito, por favor?- dije, alargando la mano con la tarjeta y el chocolate.
Curioso, como siempre, leyó la tarjeta antes de entregarla, deteniéndose a la mitad del camino.
-¿Salvador Octavio?- preguntó, mirándome con incredulidad.
-Sí, Salvador Octavio.
-Pero. . . tú. . .
-Porque yo sé que un día, él sentirá tanto amor por su padre como yo, Gordito, y él se sentirá orgullo por llevar tu nombre- lo interrumpí.
Ignorando a las visitas en la habitación, se acercó llorando y riendo para abrazarnos. Pero, el abrazo seguía incompleto. . . ¡Debíamos irnos pronto para completarlo! Porque, ahora, éramos una enorme familia de cuatro y nuestra hija, la hermanita mayor, nos esperaba en casa. ¡Gracias a Dios ya estábamos juntos!
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