Los juegos y concursos en el “baby shower” organizado por mi mami habían mantenido a mi mente alejada de los apretones y calambres en el vientre durante toda la celebración. Sin distraerme de la fiesta, mi hermana, estudiante de medicina, ocasionalmente se sentaba junto a mí poniéndome la mano sobre mi vientre endurecido mirando su reloj.
-¡Yo digo que nacerá. . . el 11 de julio a las 9 de la noche!- respondió Tina, amiga de mi madre, al dar su respuesta tratando de adivinar la fecha de nacimiento del bebé.
Todas nos reímos. ¡Hoy es 11 de julio!, gritó alguien, ¿Sugieres que nos vayamos al hospital? Nuevas risas estallaron competiendo con el estruendo de la lluvia torrencial que caía sobre la ciudad.
Con pies hinchados, la espalda dolorida y el corazón alegre acabé la fiesta. Al despedirnos, mi padre nos pidió, para su tranquilidad, que llamáramos al médico. Según su experiencia, mi vientre estaba más bajo de lo normal. Atendimos su solicitud y, para nuestra sorpresa, el médico nos indicó que nos esperaba en el hospital en la próxima hora. Mi madre, en pocos minutos, se instaló en el auto para acompañarnos con una maletita en mano.
-¡Aún no recojo los botones que mandé forrar para mi bata del hospital!- me quejé, mientras mi marido, sudando a pesar del frío, buscaba la manera de librar los ríos que corrían por las calles.
-¡Pero, no te puedes quedar todavía!- decía, una y otra vez, -¡aún faltan cinco semanas! ¡Todavía no es el tiempo que el doctor dijo!
Intercalados entre mis quejas por el dolor que me producían los brincos y las de mi marido por la anticipación, ambos esperábamos que fuera tiempo pues no tendríamos el dinero para pagar el hospital y el médico. Nuestro presupuesto, apretado y justo, marcaba también el tiempo de la llegada de nuestro hijo.
Aún con traje y corbata, pues habíamos sacado al doctor por enésima vez de una cena, y tras una rápida revisión y breves preguntas, dio instrucciones para que me pasaran de inmediato al quirófano. Contrario a los planes, impidió a mi esposo el entrar para filmar el parto con el argumento de que “no podría atender a un desmayado y un parto al mismo tiempo”. Mi marido, moreno normalmente, que lucía pálido y demudado. Así que, me abrazó y besó y, se quedó fuera con mi madre.
Por la expresión y la premura supe que algo estaba ocurriendo. “Ella puede esperar, por favor, retiren a la señora del quirófano”, escuché la orden del doctor en el pasillo antes de ver pasar a mi lado otra camilla con una mujer aún despierta.
El dolor en el vientre era cada vez más intenso y no aminoró a pesar de la anestesia que me paralizó el cuerpo de cintura para abajo.
-¿Todavía siente eso?- preguntó el doctor, al que sólo reconocí por la voz y el marco de sus anteojos. Respondí con un movimiento de cabeza, sintiendo que si hablaba, soltaría en llanto.
-¿Duele ésto?
Negué con la cabeza.
-Entonces ya no podemos esperar. . . va a sentir y tal vez duela un poquito.
Tal como lo anunció, sentía y dolía, pero era soportable. Mi instinto me decía que cualquier dolor debía ser soportable para dar prioridad al apremio del tiempo.
Sintiendo los cortes, el jalar de mi piel hacia los lados y la manipulación de mis entrañas, esperé a escuchar algo más que las voces de los médicos a mi alrededor. Hasta que, un llanto tenue acompañó a un último jalón: ¡Es un niño! ¡Es un varoncito, señora!
Segundos después, arrugado y cubierto de grasita blanca, la carita de mi hijo estaba junto a la mía. Fue entonces que me di cuenta de que mis brazos estaban sujetos a las barras laterales de la camilla. ¡No podía abrazarlo y estrujarlo en mi pecho! Pero, lo besé y lo besé mientras se mezclaban su ungüento y mis lágrimas de felicidad.
¡Bienvenido, mi niño! ¡Te amo! ¡Te amo, papacito!
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