La frase que escuché, más veces de las que quisiera recordar, cada vez que alguien me lanzaba un cumplido alabando mi personalidad fue: “Candil de la calle y oscuridad de tu casa”. Algo ofendida, trataba de ignorarla y quedarme sólo con el reconocimiento.
Ha pasado mucho tiempo y, ya con menos defensas de mi ego necesitado de adulaciones, me doy cuenta de que ¡tenían razón! Pero, más importante, fue descubrir porqué tal aseveración era cierta. ¿La respuesta? ¡Simple!
La parte más luminosa de nosotros ocurre afuera y tiene un ingrediente cuya aplicación es poco frecuente en casa con la familia y nuestros seres más cercanos: “La cortesía”.
Si repasamos nuestra conducta diaria en el hogar, veremos que, rara vez, cedemos el paso al otro, ponemos nuestra mejor sonrisa para dar los buenos días u ofrecemos el asiento o un café de manera espontánea. Por el contrario, antes de tomar esas oportunidades, nos instalamos en la posición de aquel que espera ser el blanco de tales deferencias.
Recoger los zapatos, en vez de convertirlo en un acto de atención hacia el esposo, probablemente la acompañamos de un reclamo; servir el plato del desayuno al hijo es un motivo de molestia; o no hacer invitaciones expresas asumiendo que la compañía del otro será obvia. ¡Cuántas cosas podríamos añadir a la lista de ejemplos!
Extraño es pensar que, dada la cercanía y cotidianeidad de nuestra convivencia, merece menos inversión de la preciada “cortesía”, misma que vertimos con más entusiasmo en los contactos con totales desconocidos o gente no significativa de nuestra vida. ¡Paradójico!
A mis cincuenta y uno, me sigo enredando en semejantes absurdos con la conciencia atontada por el día a día y no dejo de proponerme, al darme cuenta, corregir e invertir mis sonrisas, mis atenciones, mis detalles y cortesías en la gente más importante de mí existencia: mi familia.
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