Mi mundo giraba, primero en un sentido y, segundos después, en sentido contrario. Me era imposible mantener la cabeza en la vertical por más de unos instantes sin que el vértigo torturara a mi estómago, famélico y adolorido de tanto expulsar los alimentos. Día tras día permanecía en la cama y los análisis sólo habían reflejado niveles hormonales duplicados. ¿Posible explicación?. . .”Embarazo múltiple” aunque, extrañamente, las imágenes sólo seguían reproduciendo un solo corazoncito latiendo al ritmo de alas de colibrí.
Semanas en cama perpetua me dieron tiempo de tejer impaciencias, sueños, miedos y proyectos, mientras, padre e hija, vivían planes de helados, visitas al parque, clases y fiestas infantiles.
Dos meses más tarde, mi círculo autorizado aumentó y los minutos de actividad se prolongaron, sólo para ser coartados nuevamente por fiebres que parecían estrellar mis huesos en mil fragmentos. La gestación era aún muy temprana así que, por instrucción médica estricta, el cuerpo tendría que librar la batalla sólo y sin ayuda de medicamento alguno. ¡Mi cabeza era una bomba y el cuerpo una estufa permanente! Pero, sobre ellos, mi corazón y mi hijo eran dos guerreros empecinados en ganar esa guerra contra la enfermedad.
Débil, flaco y feliz, mi cuerpo venció la Tifoidea y mi bebé, aunque había crecido, aún era un pequeño bulto a la altura de mi vientre. El permiso médico para reintegrarme al mundo con mi familia fue extendido y, nuevamente, cancelado pocos días después al surgir un nuevo sangrado. Esta vez, a los casi cinco meses, la placenta aparecía desprendida de las paredes del útero en una pequeña parte, lo que implicaba el riesgo de que se separara totalmente y anticipara el nacimiento, demasiado, prematuramente. El médico marcó una meta que se convirtió en mi obsesión: ¡Siete meses! Necesitábamos alcanzar esos siete meses para tener la certeza de que mi bebé podría nacer con altas probabilidades de sobrevivir.
Si tenía que permanecer acostada y hasta sin respirar por todo el tiempo restante, ¡así lo haría! Todo por llegar al día de tenerlo en mis brazos y besarlo, aseguré.
Pero, contrario a lo esperado, la placenta sanó, los vértigos pararon, mi cuerpo se recuperó y, por sorpresa, un viaje familiar a Orlando se organizó. Fuera de las náuseas por los despegues y aterrizajes, nuestro embarazo continuó y, hasta incluyó las compras de todo un ajuar para nuestro pequeñito.
Todo estaba listo para recibirlo. ¡Casi llegábamos a la meta! Ahora, sólo quedaba esperar y. . . ¡Decidir su nombre!
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