Las sábanas bordadas con las iniciales “O. A.” y “M. R.” estaban planchadas y dobladas en el cajón junto con el resto de la ropita para el bebé. Octavio Alonso, por si era varoncito y Mara Regina, de ser mujercita, eran los nombre que habíamos decidido después de horas de debate, búsqueda en libros nombres y, por supuesto, uno que otro desencuentro con la familia de mi marido que trataba de colar en la lista de nuestras opciones sus propuestas.
Habiendo aprendido la lección de esperar, decidimos abrir la sorpresa sobre el sexo de nuestro bebé hasta el nacimiento a pesar de que con eso complicábamos los preparativos y los regalos de nuestros amigos y familia.
Faltando 5 semanas para la fecha probable del parto, aún no tenía las tarjetas de agradecimiento por la visita y, en compañía de mi hermana mayor, acudimos al mostrador para elegir el diseño, tipo de letra y ordenarlas con un sobreprecio de “urgencia”. Seleccionados los dos diseños, para niño y niña, pluma en mano llené el formato con el texto que habrían de imprimir pero, al llegar al espacio del “Nombre”, lágrimas en mis ojos me impidieron encontrar la línea sobre la que debía escribirlo.
-¿Qué te pasa?- preguntó, mi hermana.
- Es que. . .
-¿Es que, qué?- insistió con cierta impaciencia.
-Es que, a lo mejor algún día, mi hijo se sienta tan orgulloso de su papá como yo y lo querrá tanto como yo y. . .
-¿Y?- me interrumpió, tratando de entender mi intempestiva emocionalidad.
-Y tal vez, cuando crezca, se sienta orgulloso de llevar el nombre de su padre- concluí entre sollozos, mientras revolvía mi bolso buscando un pañuelo desechable para secarme las lágrimas.
-¡Pues ponle Salvador y ya!- contestó con brusquedad, intrigada por mi reacción a lo que, a sus ojos, tenía una solución tan simple.
Sin más comentarios, sonriendo y la vista aclarada después de limpiarme los ojos, con la caligrafía más homogénea y estética posible escribí en el renglón: SALVADOR OCTAVIO.
Ahora sí, ¡todo estaba listo para su llegada!
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