-Necesito que vengan al consultorio de inmediato- indicó el médico, usando una voz extrañamente seca.
Entre gemidos y caminando lentamente, casi como intentando flotar, subí al auto. Cada bache, cada brinco, aumentaba mi llanto.
Con un corto interrogatorio el doctor nos recibió y me pidió que me cambiara para esperarlo en la mesa de exploración.
-Les pedí que no hicieran la prueba y esperaran- nos dijo sin quitar la vista de la pantalla mientras, con lentitud, movía el dispositivo del ultrasonido en mi cuerpo en busca del pequeño embrión.
Minutos eternos y yo luchaba por contener el llanto. El aparato no detectaba la imagen que el médico buscaba y pequeños ríos de sudor comenzaron a correr en ambos lados del rostro endurecido del, usualmente, cálido médico.
-¡Ahí está!- dijo casi en un grito,- ¡ahí está su bebé, señora!
Señalando con el dedo lo que parecía un pequeño hueco con un chícharo pegado en el contorno, el hombre sonrió al tiempo que, mi esposo, me abrazó la cabeza para celebrar en llanto, por segunda ocasión, la vida de nuestro pequeño.
Con discreción y una enorme sonrisa, el médico se levantó dejando la imagen de nuestro hijo congelada en la pantalla.
-¡No más celebraciones, por favor!- dijo, antes de cerrar la puerta tras de sí e irse al pasillo a fumar un cigarrillo. . . algo totalmente fuera de su costumbre.
Tomados de las manos, miramos una y otra vez la imagen de nuestro bebé, incapaces de hablar. Un poco enmudecidos por el sentimiento de culpa y otro tanto por la felicidad de saber que aún estaba con nosotros.
La espera iniciaba y no imaginábamos todo lo que eso cambiaría nuestra vida. Al ver la pequeña bolsita oscura con el diminuto ser dentro, una sola era mi oración: “Señor Dios, dale fuerza para que se aferre a esta vida, por favor, dale fuerza”.
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