En mi época, cuando el reloj biológico de la mujer marcaba “30”, parecía que el tiempo de la maternidad se comenzaba a agotar. Aunque ya había tenido a mi hija, el plazo para tener al segundo hijo, en mi mente, había llegado a su fin.
Sumida en la frustración de haberlo intentado por más de 5 años, al natural, con tratamientos e infinidad de estudios que no precisaban el origen del problema para la no concepción, asalté una mañana el consultorio del médico en turno para exigir mi expediente y dar fin al tratamiento y a la espera. Mostrando una gran compasión, el médico me recibió y llegamos a un acuerdo: seis meses más y seis inseminaciones para buscar al tan deseado hijo. ¿Porcentaje de éxito? 50%, suficiente para tomar la decisión de echar mano de esa posibilidad.
Con el plan en marcha, salí para comunicarle a mi esposo la nueva estrategia. Poco sabíamos de las incomodidades y el procedimiento pero nuestra decisión era inamovible: deseábamos a ese hijo desconocido con todo nuestro corazón.
Los días señalados en el calendario llegaron. Habiendo seguido toda instrucción recibida, nos presentamos y, mientras yo permanecía recostada y abrazada por mi esposo recargado junto a la camilla, mi mente suplicaba a Dios: ¡Por favor, Señor Dios, por favor. . .que esto funcione! El tratamiento de inseminación concluyó y debía ser así por tres días.
Al segundo día, a pesar de que mi marido iba volando hacia Alemania en viaje de trabajo, llegué al consultorio para ser inseminada por segunda ocasión. Con un ultrasonido previo que mostró la presencia de más de un folículo, o sea el óvulo que se desprende del ovario, llegué al momento de la inseminación con la advertencia de que había posibilidad de que el embarazo fuera múltiple. Con algo de temor, continué, esta vez con mi esposo en la mente y la misma petición a Dios.
“¿Cómo estás?”, escuché la voz de mi esposo preguntar, en la llamada telefónica desde Alemania horas después.
“Empollando”, respondí. El auricular quedó en silencio por varios segundos. “¿De veras?”, dijo, finalmente, mi marido, -¿Crees que estemos embarazados?
-¡Ajá!- contesté, poniendo mi mano sobre el vientre como protegiéndolo.
No hubo más preguntas. La desilusión, en los últimos meses, nos había dejado dolidos y habíamos aprendido a ser cautelosos, incluso, con nuestras palabras.
A pesar de eso, en el estómago me revoloteaban las ilusiones y mi corazón sabía, esta vez lo sabía. . . Dios me había escuchado y en mi vientre, en un milagro del tamaño de un puñado de células, se multiplicaban sin descanso formando el cuerpo perfecto de nuestro amado hijo.
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