Con maletas a mi alrededor aún sin desbaratar, detengo mi carrera y pienso, ¿Hace cuánto que no tengo un momento de reflexión, así, en total quietud? Mucho. . . demasiado.
Los últimos meses colmados de imprevistos, accidentes y eventos difíciles de sobrevivir, alteraron mi diario vivir y hasta mi lugar de residencia. Lo que planeaba fuera un lugar para estancias alternadas con mi casa, se convirtió en prácticamente mi lugar definitivo. Los pocos regresos a mi casa original fueron distorsionando mi concepción y comencé a preguntarme, seriamente, donde estaba mi hogar.
En medio de mi caos existencial, la única rutina para darme piso fue el lugar donde dormir, la Toscana. Su calidez y encanto, en las noches de mayor angustia, fueron el remanso y la compañía en medio de mi soledad. Sí, entonces la Toscana era mi hogar, llegué a pensar. Pero, a pesar de la magia del lugar, mi corazón no estaba en paz y volvía a hacerme la pregunta. . . ¿Dónde está mi hogar?
Hoy, después de muchos meses, con tres maletas llenas de ropa y objetos acumulados durante mi tiempo en la Toscana, he vuelto a la ciudad y la duda vuelve a asaltarme.
Al amanecer, desorientada, busco la tenue luz y el arco de la puerta de madera. En su lugar, persianas azul plumbago y una planta colgante aparecen. Mis pies, esperando sentir el tacto de solera se sorprenden con el frío liso de la duela. Todo en mi añora el olor de la Toscana y regreso a la cama apretando los párpados para volver al sueño.
Un abrazo entibia mi amanecer y una respiración profunda me arrulla. Su beso en la frente, un murmullo y sus manos arropándome antes de partir me dan la respuesta. Estoy en casa, este es mi lugar. . . ahí donde está mi amado, ahí está mi hogar.
A los cincuenta y uno, repito la frase “Allá donde tú vayas, allá iré y ahí donde mores, ese será mi hogar”. Hoy, tengo la certeza de que mi hogar no tiene calle ni número y descubro que, ahí donde mi esposo esté, ese es y será, siempre, mi hogar.
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