Con un dolor en el corazón, como el corte del fijo de una hoja de papel en el dedo, repasaba las palabras de una recién conocida: “Pobre del editor que tenga que trabajar contigo, realmente lo compadezco”, me dijo, después de que yo le ofrecía mis argumentos para sustentar que, la frase en uno de mis escritos, era correcta.
Aunque relaté la anécdota a mi esposo entre risitas, la verdad es que aún me ardía la cortada.
Y, haciendo como siempre hago cuando algo me lastima, pienso. Así, pensando, comencé a repasar mi vida y la gente que está más cerca que la comparte conmigo.
Mi esposo, mis hijos, mis amigos más entrañables y mis colaboradores de trabajo. Cada uno tuvo su tiempo en mi reflexión. Necesitaba responder a mi pregunta, ¿Qué se siente vivir conmigo? Las respuestas, algunas, fueron como limón a la herida. La velocidad de mi paso y la exigencia de perfección podían ser como lija en el ánimo de otros, reconocí. Y, afortunadamente y gracias a mi memoria emocional, también rescaté abrazos y lo que llaman “caricias verbales” asegurándome que también he hecho cosas bien.
Al final de la lista, fue mi turno. ¿Cómo me siento de vivir conmigo misma? Silencio total. . . Las respuestas, como en el juego de los encantados, me dejaron en suspenso. ¿Me gusto, realmente? ¿Estoy satisfecha de lo que he llegado a ser y en lo que me estoy convirtiendo? ¿Me place ser quién soy?
A mis cincuenta y un años, me doy cuenta, no me he fabricado aún respuestas estereotipadas y rígidas a cuestiones tan complejas. Eso, per-sé, es una ventaja y eso, respondiendo a mi primera pregunta, me gusta de mí.
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