El sol sobre las buganvilias las convierte en pequeñas vanidosas que se anteponen a la vista de muro terroso. La brisa compite con el esfuerzo del sol y le gana la partida dejando un ambiente de temperatura perfecta. Mi música de fondo son un par de pájaros que se ocultan entre el arbusto que me acompaña en el improvisado rincón que ahora tengo para hacer latir las letras como escritora novel.
¡Todo es perfecto! Y sin embargo, una ola de melancolía mezclada de nostalgia me atrapa.
Lo que parecía una lágrima por un hilo de viento en mi ojo derecho, fue realmente la declaración de mi corazón de que, residuos de memorias, cachitos de añoranza, anhelos sofocados y gotitas de sangre de heridas nuevas, urgían salir en el navegar de las aguas saladas y calmas de mis lágrimas.
La soledad me alienta, me acompaña y lloro. Mi gratitud ya no se siente amenazada y al desfogar la pequeña presa de mi pasado, mi latir se asienta, descansa.
A los cincuenta, voy aprendiendo que también, el llorar, incluso por nada, es el saludable arte y privilegio de todo ser humano.
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