Venciendo la inercia natural de nuestros días de evitar compartir reflexiones profundas para evitar “polémicas” de sobremesa, tuve un intercambio de opinión con alguien muy querido sobre los matrimonios “mixtos”, refiriéndonos a la mezcla de gente de diferentes razas y color de piel. Su opinión, que aclaró repetidamente no era por racismo, era que si ella pudiera decidir, buscaría que ninguno de sus hijas o nietos se casaran con alguien que no fuera de su raza. El argumento era, para ella, que no quisiera ver que sus descendientes y seres amados vivieran el rechazo de la sociedad al señalarlos en su diferencia o hacer mofa.
Me fue inevitable el sentir indignación al reconocer que la gente en mi país, efectivamente, es capaz de marginar o rechazar a la gente por su color de piel o facciones distintas. El racismo es una realidad en mi sociedad y, más triste, que se ensaña contra su propia gente, la de origen indígena.
Por mi mente pasaron los rostros de muchas de mis más queridas amigas que, o han formado una familia con personas de otra nacionalidad o ellas mismas son producto de un matrimonio así. Gente hermosa y maravillosa, valiosa y no por el tono de su piel o sus facciones.
Aunque intenté recordar a mi interlocutora que ningún mérito tenemos de ser físicamente de una u otra manera, ni de ser parte de la familia a la que pertenecemos y ni siquiera del país donde nacimos, por lo que no podíamos jactarnos de ello. Mi propuesta fue rechazada por ser considerada demasiado “profunda”. Peor aún, cuando mencioné que a los ojos de Dios todos somos iguales y cuestioné: ¿por qué entonces nosotros nos empeñamos en marcar las diferencias para separarnos?
La conversación fue desviada hábilmente por nuestros acompañantes y la conclusión quedó en el aire para cada uno de los que nos escuchó.
Inevitablemente, durante las siguientes horas, mi mente siguió mascullando sobre el tema y me di cuenta de cómo evitamos vivir a conciencia, reflexionando profundamente sobre las cosas que pueden definir nuestra manera de relacionarnos, de vivir y convivir. Y tuve que reconocer que, por los errores de nuestra sociedad, podemos caer en el truco de actuar conforme a ellos.
A los cincuenta, con los años que tengo aún por delante, elijo abrir los ojos de la conciencia para mirar más adentro y descubrir en la gente lo que realmente es valioso en ella.
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