-“Si las gotas de lluvia fueran de chocolate, me gustaría estar ahí. Abriendo la boca para saborear, ¡a-a-a-a a-a- a-a-a a-á!”-, es la canción que entona con entusiasmo, con su lengüita de trapo, una y otra vez mi nieta contagiándonos hasta hacernos cantar con ella.
La ternura y la alegría de verla se mezclan de sólo escucharla. Pero, algo más comenzó a gestarse en mi corazón al mirarla tan entregada a la tonada y escuchar la letra.
¿No es, exactamente como cita la letra de la canción, lo que todos esperamos cuando echamos a andar en la vida? ¿Acaso no comenzamos nuestras aventuras con la fantasía de que la lluvia será de chocolate o caramelo?, me pregunté.
Muy pronto nos percatamos que lo que nos llueve en el camino de vivir, muchas veces, es más bien amargo o ácido. En poco tiempo acumulamos experiencias que van alargando la lista de desencantos y dolores. Ni aquel amigo que pensamos para siempre se quedó a nuestro lado cuando más lo necesitábamos, ni en nuestro trabajo apreciaron nuestro esfuerzo y el ascenso no llegó, ni el amor de nuestra vida recordó las promesas y se fue, ni el primer sueldo rindió para todos nuestros proyectos y la lista de desengaños fue creciendo.
Las lluvias de chocolate, al escasear, lograron que ya no abriéramos la boca para saborearlas y corriéramos a refugiarnos a un lugar seguro para evitar el chapuzón. Y ahora, veo con más frecuencia a mi alrededor, mucha gente transitando con un paraguas de protección.
A los cincuenta, empiezo a pensar que muchos deberíamos tomar la canción de mi nieta como un himno, como un recordatorio de que es mejor “abrir la boca para saborear”, aunque a veces, el chocolate sea amargo.
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