La diminuta cámara que insertaron en la rodilla de mi hija hizo posible que pudiéramos ver en la pantalla, con lujo de detalle, cada parte de los tejidos y hasta pudimos apreciar la lesión que le causaba tanto dolor.
No teniendo vocación de médico, las imágenes me parecieron impactantes aunque, no por ello, no dejé de asombrarme de la tecnología médica de mi época. ¡Maravillosa!
Pero, mientras veía aquellos tejidos dañados, recordé como mi hija había intentado no prestar atención a lo que inició como molestia y, al paso de los días, se volvió cada vez más difícil el evitar quejarse por el dolor. Por fuera, la rodilla no mostraba señas de daño, ni hinchazón o alguna coloración que mostrara el problema y sin embargo, entre los huesos atrás de la rodilla, el tejido iba desgastándose e incrementando la lesión.
No pude evitar pensar en que, muchas veces, ella ha callado su dolor en el corazón y no me ha mostrado las heridas de su alma en un intento por evitarme la mortificación o la pena. Y que, por mi falta de observación o de cuidado, me he fiado de lo que sólo muestra con su rostro o con sus respuestas llenas de cortesía.
¿Qué pasaría si hubiera un equipo cuya tecnología nos permitiera ver el corazón de quienes nos rodean? ¿Realmente encontraríamos coincidencia entre el estado de su corazón y el rostro que muestran? Me doy cuenta de que la mayoría de la gente anda por la vida con una máscara, buscando ser agradable a los demás y encubriendo sus verdaderos sentimientos.
A los cincuenta, aún deseo desarrollar esa habilidad que me permita ver el corazón de quienes me rodean e invitarlos a desechar las máscaras para acompañarlos en sus alegrías, pero aún más, en sus penas.
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