Después de días de estar lejos de mi esposo, me surgió la idea de sorprenderlo y lucir con una imagen diferente, algo más fresca y acorde al clima caluroso de nuestro próximo encuentro. De ahí que me di a la tarea de buscar un vestido, prenda que ha entrado en desuso en mi guardarropa, las tiendas de Tequisquiapan. Además de la limitación de opciones por lo pequeño del pueblo, me encontré mirándome en los espejos de los probadores con vestidos que en nada reflejaban la idea que se había fraguado en mi mente. Y no es que las prendas fueran feas o de mala hechura, simplemente, o los colores no eran los tonos que me favorecen o las texturas o corte no me iban bien.
Al final de varios intentos, no sin algo de frustración, deseché mi proyecto y tomé la decisión de encontrar otra forma de hacerlo sentir esperado y anhelado. Mientras buscaba otras opciones comencé a pensar en lo que, en ocasiones, he hecho en mi intento por complacer.
A veces, si se trata de un regalo, pienso en algo que me gusta y no en lo que al otro le gustaría terminando, como yo lo llamo, entregando un “auto-regalo”. También recordé esas veces en que he hecho verdaderos actos de “contorsionismo” con mi vida con tal de complacer a tal o cual persona y más de una vez, terminé con una lesión o resentimiento por el esfuerzo. Y no puedo olvidar esos intentos en donde, simplemente, dejé de ser yo para ser lo que la otra persona necesitaba que fuera.
Y mi última experiencia con el buscado vestido creo que encaja en esta última clasificación.
A los cincuenta, he aprendido que mi mejor manera de complacer es siendo quien soy, de manera natural entregando conforme a mis dones y talentos, y así, disfrutar "el placer de complacer".
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