Las circunstancias en mi vida, como el tiempo y la distancia, poco a poco han alejado a gente a la que amo de manera especial. Por el constante intercalar de nuestros ciclos de vida ya no veo cada mañana a mis hijos, los negocios de mi esposo secuestran su atención y, amigos y hermanos han cambiado de residencia o se encuentran atareados viviendo sus propias vidas.
Las cosas son así y no niego que algunas veces me ha costado trabajo aceptarlo, aunque cuando lo logro, nada me quita el anhelo de volver a disfrutar de su compañía.
Estos ajustes, al igual que mi nuevo ritmo personal, me han enseñado a anticipar los encuentros y convertirlos en verdaderos festejos.
Todavía recuerdo cuando mi esposo y yo vivíamos la urgencia de disfrutarnos. Luchábamos contra todo lo que nos impidiera refugiarnos en nuestro escondite de intimidad. Ahora, las cosas son distintas, y que no se entienda como “malo”.
Con ese tiempo extra que tengo, no sólo lo invierto en mis nuevos (a veces viejos) intereses. También los uso disfrutando los preparativos de los encuentros por venir. No sólo pienso en el “antes” sino en el reposo y gozo del “después”.
Como pareja, el vigor de nuestra juventud va mermando, nuestro tiempo disponible es menos pero nuestro amor y necesidad de compañía han crecido. El cortejo, en esta etapa, puede durar días a través de mensajitos o llamadas a media mañana; la sorpresa de un té Chai de Starbucks mientras escribo o media docena de flores para adornar la estancia de nuestro nuevo rincón en Tequisquiapan se han convertido en una danza, lenta y cadenciosa, que nos va acercando poco a poco hasta que ya no queda distancia entre nosotros. Entonces inicia el placer de la magia de sentirnos aún más cerca.
A los cincuenta, he aprendido, el amor en todas sus versiones se disfruta a tiempo y a destiempo, en pequeños sorbos, pero con mayor deleite.
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