Todavía recuerdo la ansiedad que sentía cuando debía, en compañía de mis primas y hermanas mucho más agraciadas físicamente que yo, enfrentar el momento de conocer gente nueva y aún más angustiante resultaba si había muchachos en el encuentro. En la necesidad de mejorar mi imagen, intenté toda técnica de la que me enteré para alaciar mi cabello y para afinar mi cintura, ambas cosas motivo de mi desaliento.
Ahora, después de cinco décadas y compartiendo con mis coterráneas, me encuentro que cada una vivía sus inseguridades a través de algún “defecto” en su físico. ¡Qué esclavitud la nuestra!
Pero, a medida que han pasado los años, una cosa he tenido como constante: ¡los cambios! He cambiado de graduación de anteojos, de color de cabello, de hábitos y horarios, y no podría faltar: el cambio de talla. Y no estoy hablando de kilos de más o de menos sino de la transformación de mi cuerpo que no ha sido del todo desventajosa. Algunas partes demasiado “planas” se redondearon y otras, imperceptiblemente, se fueron delineando de otra manera. Y, paradójicamente, ahora disfruto del rizado de mi cabello. Sin embargo, el cambio más importante es la libertad con la que ahora vivo. La esclavitud en la viví, sojuzgada por mi físico, ha quedado atrás. Y no es que no me guste lucir atractiva o elegante, solo que ahora es una parte de mí que no me define.
Al conocer a alguien puedo hacerlo con una mansa aceptación de quién soy y ya no me preocupa el lograr atención a través de un escote o una cintura pequeña. La atadura de mi físico se ha roto en la certeza de que mis mejores cualidades no tienen que ver con mi cuerpo y de la convicción de que, quien quiera descubrirlas, tendrá que alternar conmigo más allá de mi “portada”.
Amo la libertad de ser yo, la verdadera persona sin talla y sin escote. A los cincuenta puedo decir felizmente: ¡Adiós a la esclavitud de lo superficial!
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