Me he quedado sola en la habitación. Mi hija, una mujer adulta, médico y madre de dos pequeños, salió hace unos minutos en la camilla rumbo a la sala de operaciones y mi corazón palpitante me revela que, ni los años ni su circunstancia, han logrado amainar mi sentimiento de protección a la que siempre será mi pequeña.
Y ahora sé que, aún rodeada de otras personas que la aman y que se preocupan por ella, mi presencia le da lo que nadie más puede darle. El vínculo que surgió cuando la supe en mi vientre y que se materializó en su primera respiración junto con la certeza de que la vida jamás podría ser completa sin tenernos la una a la otra, ahora es tan parte nuestro que ya no lo cuestionamos o notamos.
Fue por esa la sensación de alivio y apoyo que sentí al ver entrar a mi propia madre, a la que esperaba incluso cuándo no habíamos configurado planes, que comprendí lo que significa mi presencia para mi hija en momentos como ahora.
Mi mami, siendo una persona mayor, ya requiere de cuidados y consideraciones especiales, sin embargo, su presencia me arropa de una forma única, igual como veo que la mía cobija a mi propia hija.
A los cincuenta, entiendo que el amor con el que nuestra madre nos envuelve y con el que cubrimos a nuestros hijos, nada tiene que ver con edades ni tiempo pues la bendición es única y atemporal. ¡Gracias a Dios por la vida de las madres!
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