La primera idea que viene a la mente en la mayoría de la gente, al escuchar “estrechez” es, por lo general, de carencias o privaciones. Pero, en mi experiencia, los tiempos en que he vivido en esa condición han sido los que me han traído mayores frutos y experiencia.
Cuando la cama ha sido un espacio reducido, mis esposo y yo hemos dormido más cerca el uno del otro.
Ante un presupuesto estrecho, la solidaridad entre nosotros es más fuerte y, bajo esa circunstancia, los valores, en su escala correcta se acomodan y rigen nuestras percepciones más sabiamente.
Cuando el dinero escasea, la madurez crece al sujetar los deseos desmedidos. El ingenio aumenta y un sentimiento de contentamiento y gratitud surgen para salvaguardar nuestra alegría de estar juntos.
En las casas con menor espacio, aprendimos a ser eficientes y evitar el exceso de contenidos que pudieran saturarlas. El orden, condición indispensable, se volvió una fórmula de austeridad cómoda.
Si el tiempo, ya sea para un viaje o para realizar una meta, es corto, logramos concentrar nuestra energía y focalizar nuestra meta con claridad.
Los caminos estrechos, además de ser más solitarios, requieren de un caminar más cuidadoso y decisiones más sabias. Y, aunque las compañías escasean, las pocas que aún nos quedan son valiosas y especiales.
Y, cuando la salud no abunda, el cuerpo sale ganando pues nuestra atención y cuidados hacia él aumentan.
Pero, sobre todas las cosas, cuando la estrechez llega a mi vida, la fe en Dios se expande en una dependencia abierta, una que pocos entienden pero que, a mí, me regala una paz y certidumbre “más allá de todo entendimiento”.
No, hablar de estrechez, para mí, no es algo negativo. Por el contrario, es uno de los mejores maestros de vida y una de las formas para corregir, de vez en cuando, las deformaciones y desvíos producto de la abundancia y el derroche.
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