La reina miró y miró al mar, el mismo que la princesa contemplaba desde la orilla. Ella también percibía los perfumes con que la brisa envolvía el castillo. Y, sin siquiera darse cuenta, el aroma se coló en sus ojos, en su rostro e invadió su corazón.
El ocaso la sorprendió con horas que corrían aprisa. Y con el sol cobijándose bajo la marea y su princesa mirando al otro lado del mar, la reina se dejó bañar por la luz de las estrellas. Pero, sólo una, le sonrió con destellos blancos, azules y amarillos.
Sus ojos, cansados de contemplar la quietud, le recordaron que aún había tiempo de dormir y, la reina, al volver hasta su cama, no pudo dejar de sonreír.
Cuando, en el vaivén de los sueños se arrulló, olas salpicadas de noticia la invadieron y estallaban bajo sus pies. Ese mar que se alargaba, rodeaba dos castillos y, aquel que antes estaba lejos, empujado por el agua, poco a poco se acercó. Flotaba lento pero, muy pronto, los castillos se juntaron.
Fue entonces que la princesa no miró más desde la orilla pues desde un balcón, frente a ella, le sonreía. ¡Cuán hermosa, que delicia de sonrisa! ¡La princesa relucía! Y, desde su propio castillo, le daba la bienvenida.
Risas, luces, corretear de piecitos se escuchaban. La princesa y su castillo se habían llenado de voces, nueva vida. La princesa, ahora reina, ya tenía su propio reino.
Pero, tanto ir venir en su sueño, a la reina despertó y la sonrisa en sus labios, se dio cuenta, nunca la abandonó. Con un poco de nostalgia, a los sueños despidió y, con el corazón intrigado, hacia su ventana miró. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Un anhelo? ¿Sólo un sueño?
Y una luz, blanca y azul, en su mente destelló. ¡Así que había sido ella!, la reina comprendió.
Juguetona y entrometida, la estrella de la esperanza, esa noche, un rayito le lanzó. Y, colándose por sus ojos y sin pedirle permiso, se instaló en su corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario