El efecto por la cuenta regresiva, al final del año, es inevitable. Torrentes de memorias y ocasionales lágrimas a la mitad de cualquier parte me acompañan. Y en la película de mi vida, de los últimos doce meses, aparecen con igual nitidez los días buenos y los días malos. Al final, cada recuadro con su contenido, son lo que han modelado a la nueva persona que ahora soy.
Aun así, los momentos que más brillan, esos que hicieron a mi corazón pegar brinquitos, no sólo entretienen por más tiempo mi memoria. También me descubren que, en esos instantes, el ruido del presente no me permitió disfrutarlos y reconocerlos como las pequeñas vetas de felicidad sembradas en el camino diario.
Es cierto que los cumpleaños y festivales me mantuvieron sonriendo de contento pero, otros cortos pasajes, llenitos de cotidianeidad parecen ser, a la distancia del tiempo, los que dibujan con especial realce el año que termina.
Esos trayectos y conversaciones con mi esposo, los planes diarios con mi hija, las pláticas con mi hijo, los juegos en el arenero con mis nietos, las caminatas con mi perro Lorenzo, los desayunos con mis padres, las veladas entre amigos, las mañanas frente al computador jugando con mis amigas y las noches, acompañadas con mi música favorita, escribiendo sin prisa ni descanso fueron los que matizaron mis días de un gozo especial.
Las hojas de mi agenda se agotan y, del calendario, ahora cuelga un fajo raquítico de hojas destinadas a desaparecer en los próximos días. Mientras que, en mi cajón de los recuerdos, buscan acomodo las experiencias que harán de este año uno digno de recordar.
La hora se acerca para ver morir el año y, en mi corazón, reviven los tiempos dibujados de felicidad que jamás perecerán pues son míos. . . para siempre.
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