La imagen del marinero es, con frecuencia, la de un hombre fuerte, que gusta de la diversión y un poco irresponsable. Y, tal vez, algo hay de eso.
Sin embargo, cuando pienso en ellos, trato de descubrir su alma. Y me encuentro con algo que, a últimas fechas, merma en la sociedad de mi tiempo: el valor.
¿Qué tiene ese navegante perpetuo que nosotros hemos perdido? La capacidad para dejar atrás, una vez tras otra, la estabilidad de su vida. Mientras nosotros luchamos por la permanencia y la continuidad de lo conocido, él opta por enfrentar la incertidumbre en casi todos los planos, desde la comida hasta las relaciones en su vida, pasando por ambientes, costumbres y muchas incomodidades que se compensan con la oportunidad de conocer y vivir nuevas experiencias.
Y aunque mucha gente casi puede asegurar que, los marineros, se han extinguido, yo me sorprendí al reconocer y conocer a uno que, sin duda, tiene alma de marinero de altamar.
Este hombre, sin que pueda ser tachado de irreflexivo, ha puesto su mira en un futuro que, desde ya, le está exigiendo el levantar las velas para dejar los proyectos en los que ha invertido parte de su juventud y, con brío y su experiencia en el arte de navegar por la vida, ir a conquistar nuevos retos y empezar de nuevo.
Con sus motivos firmes y bien anclados al corazón, está echando mano de todo el arrojo y el valor nacido de la esperanza y, aunque la incertidumbre intenta derrumbar sus planes, él se sujeta con firmeza al timón y se guía por las estrellas que lo llevarán. . . hasta su nuevo hogar.
A tí, valiente navegante, ¡buen viaje y bienvenido a casa!
¡Lo que uno, aún puede ver. . . a los cincuenta y uno!
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