Nueve horas conduciendo entre carreteras y calles de la ciudad congestionadas me hicieron reflexionar en el tiempo y lo distinta que puede ser su percepción.
Cuando escucho a mi nieta cantar cuatro canciones al hilo, me doy cuenta de que el tiempo ha volado. Al revisar mis objetivos del año, comienzo a dudar si he tenido un buen manejo de mi tiempo y organización. Si recuerdo las noches en que Lorenzo gemía de dolor con una vértebra fracturada, el correr de los minutos parecía eterno.
Mi percepción del tiempo, parece ser, es determinado por mi vivencia presente aunque también he escuchado la preocupación de un joven que tiene la impresión de que, por iniciar la carrera después que sus coterráneos, ha gastado anticipadamente su futuro al “perder” el tiempo. O la mujer que a sus treinta años comienza a pensar que el plazo se ha cumplido y vive frustrada por no haber encontrado al hombre de sus sueños.
Las semanas que pasé al lado de mi suegra mientras luchaba con el cáncer que, finalmente, le ganó la partida, las recuerdo como un tiempo que todos tratábamos de alargar saturándolo de visitas, atenciones y conversaciones buscando su compañía. Y tampoco he olvidado cuando, a mis 23 años y tras un fracaso que me rebasaba, pensaba que mi vida ya no tenía un futuro y que cualquier sueño quedaba cancelado. ¡Mi tiempo se había agotado! Ahora, mis cabellos cambian de tono por el efecto del tiempo y, todo lo que tengo, será mío sólo por un plazo.
En los términos más estrictos, el tiempo es exacto e inamovible y, a nivel humano, es un recurso que para nosotros como seres finitos es limitado. Si además, como en mi caso, creo que es a Dios a quien le pertenece, ¿de dónde me ha nacido la fantasía de que puedo controlarlo?
A mis cincuenta y un años, sigo sin comprender como, el tiempo, es unas veces mi amo y otras veces mi verdugo o, es aliado o enemigo pero, a pesar de todo y sin lugar a duda, es y ha sido ¡un gran regalo!
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