Mi hijo, aunque poca gente me lo crea, de pequeño era un verdadero parlanchín. Cuando se sentía en confianza, podía hablar con la misma velocidad y constancia que una pianola automática. Andaba a mí alrededor, preguntando o relatando, sin importarle que yo estuviera caminando o haciendo algo más.
Pero recuerdo un día en especial en que, por un momento, la voz del pequeño quedó atrás y yo me detuve al sentir que se había rezagado. Con rostro contrariado me miró y me dijo: “Debías decir que sí, no que no”. El niño, aunque tenía mi compañía, se había dado cuenta de que no tenía mi atención y, al poner una trampa en su pregunta, confirmó que lo ignoraba. ¡Yo lo había herido! A pesar de mis disculpas, él calló y continuamos el trayecto en silencio que no logré romper a pesar de insistirle con preguntas para que continuara charlando.
Por mucho tiempo pensé en cuantas veces había hecho lo mismo y él lo había percibido. ¿Cuántas veces lo habría herido al mandarle un mensaje de “lo que dices no es tan importante como para prestarte atención”?
La triste experiencia que viví con mi hijo me hizo más consciente sobre lo que respondo con mis actitudes o con mi falta de atención plena para con la gente que me aborda. Aunque no siempre lo logro, lucho para convertirme en una buena “oidora” y refrenar mi impulso natural de interrumpir o rebatir con mis propios argumentos a mis interlocutores, especialmente, a los niños. Y, no sólo trato de escuchar atentamente a las palabras. También intento recibir el mensaje que la gente me está enviando con sus actitudes, su cuerpo y sus ademanes.
Empiezo a pensar que, el arte de escuchar, ha entrado en desuso. Miro a mi alrededor y percibo gente que, indiferente a la presencia de otros a su alrededor, se ocupa de sus llamadas o sus mensajes de texto; mamás que, desde la mesa de un café, eventualmente voltean a checar que sus hijos estén entretenidos frente a la pantalla del juego. Y las imágenes son variadas pero la esencia es la misma: vivimos ignorándonos unos a otros.
A los cincuenta y uno puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que nuestras relaciones y nuestra vida podrían enriquecerse en mucho si, como antaño, nuevamente practicáramos el arte de escuchar y conversar con los demás.
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