¡El tamborileo de las manecillas del reloj taladra mi conciencia! Miro la agenda y me doy cuenta que voy retrasada por casi media hora. Pongo los ojos en blanco y suspiro. ¿Por qué la semana tiene que incluir los lunes? Esa manía de arrastrar al presente los pendientes no atendidos la semana anterior es una monserga.
Vuelvo a repasar la hoja del día y, del listado de pendientes, no desapareció ninguno a pesar de mi inconformidad. Cierro la libreta, me yergo en el asiento y ataco el teclado con prisas y un poco de furia. Como bajo una oleada tibia mis dedos se apaciguan y escribo bajo el influjo de la inspiración. Las letras caen en la pantalla como una lluvia rítmica, agitada de vez en vez por algún viento de emoción. Mi alma comienza a respirar y mi corazón sonríe. ¡Que dicha volar en la libertad del escribir y pensar y soñar y crear. . .!
¡La lista! El recuerdo del inoportuno listado me interrumpe y, con desidia, reabro el insufrible libro. Mi dedo pasa de un renglón a otro y sin misericordia, señalo al que servirá de holocausto: “Ir al súper”.” La pasión, a veces, exige sacrificios para poder sobrevivir a la rutina diaria”, le digo entre dientes a mi conciencia, quien no parece convencida.
A mis cincuenta y uno, me rehúso a dejar morir a la pasión y me resisto a quedar atrapada entre los barrotes de la realidad demasiado concreta y rutinaria.
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