El concierto en Re mayor de Mozart, como suave brisa, musicalizó el horizonte frente a mí que, como el descorrer del telón del último acto, me señalaba con la cortina de rayos amarillos y rosados que traspasaban la nube el final de mi celebración del día de las madres.
Inesperadamente, la agenda marcada esa mañana, dio un giro y las sorpresas en secuencia fueron ocurriendo. La invitación de mi hijo para ir juntos a comprar los obsequios y así tener tiempo de conversar, iluminó mi día. Y, en una celebración improvisada, compartimos un pollo al tamarindo que se convirtió en un manjar por su compañía que culminó con un abrazo que envolvió las palabras más dulces que madre alguna puede escuchar: “Te quiero, mamá”.
Alegre por el tiempo con él, disfruté el recorrido de hora y media en el tráfico hasta casa de mi madre. A pesar de su mejoría, pude ver la fragilidad en sus ojos verdes que más amor me inspiraron por ella. En un espacio de intimidad pudimos conversar y, como es imposible que deje de ser mi mamá, fue ella la que me apuró para seguir adelante con mi plan sorpresa: ¡Tomar carretera para felicitar y festejar con mi hija! Nuevamente, con un abrazo, terminó la celebración con mi mami y continué mi camino.
En la carretera despejada y solitaria saboreé mis recuerdos, tan frescos, que no habían perdido su sabor a presente. Haciendo sonar los violines al ritmo que Mozart diseñara hace cientos de años, manejé sin prisas hasta mi nueva patria chica: Tequisquiapan. El plan de la sorpresa seguía el curso planeado con mi sobrina y cómplice. Entre mensajes de ida y vuelta, el momento de hacer la aparición en la cena organizada por mis sobrinos y donde mi hija era también invitada especial, llegó.
¡Nada como una carita con el gesto mezclado de sorpresa y gusto! Al verme, mi hija me regaló el abrazo que confirmó su gusto por estar juntas y, tras ella, se agregaron los abrazos de mis nietos, sobrinos y hermanas.
Una deliciosa pasta, pescado al tamarindo y manzana al horno, todo preparado por mis sobrinos, completó el banquete de abrazos que recibí en ese día especial.
A mis cincuenta y uno, aún me emociona ver cómo, en lo que pulso la última tecla, mi corazón puede encontrar nuevos caminos para encontrarme con increíbles sorpresas.
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